viernes, 11 de octubre de 2013

Blue Jasmine de Woody Allen

No creo ser exagerada al decir que Woody Allen será visto como una suerte de Shakespeare en la pantalla grande. En Blue Jasmine crea una heroína pocas veces vista en el cine contemporáneo de acá y de allá: una mujer con la cual  podemos identificarnos, y al minuto siguiente podemos detestar, una mujer contradictoria, fascinante y despreciable, hermosa y horrorosa, interpretada brillantemente por Cate Blanchett. El Hada de El Señor de los Anillos, la australiana Cate, se luce en este film con la composición de Jasmine: una mujer a la cual su marido Hal (Alec Baldwin) ha dejado en la bancarrota, con unos cuantos problemas psíquicos.


Woody Allen no recurre a un ningún procedimiento vanguardista, ni original, para contar su historia. Su actriz, sus problemas, sus relaciones con otros personajes, una cámara, un par de interiores y unos paneos sobre una bahía de sugerente belleza, le sirven para realizar una película tan potente como artesanal. He leído por allí que el presupuesto que la vestuarista y Blanchett tenían para vestuario (del que se ocupó ella misma) era acotado. Digamos que esto está sugerido desde los créditos iniciales con fondo negro y discretas letras blancas que siguen el clásico orden de aparición sin destacar a ningún actor. Es cierto: Woody Allen ha usado estos créditos, pero nunca esta estética ha  tenido tanta significación como aquí.

Jasmine, hija adoptada,  era una mujer de la clase alta neoyorquina hasta que queda al descubierto que su esposo era un estafador de alta gama. Sin nada, decide ir a instalarse una temporada a la casa de su hermana, Ginger, también adoptada, en un barrio sin lujos ni estridencias de San Francisco. El contraste entre las dos hermanas es tan marcado que los roces y los conflictos no tardarán en aparecer. Sin embargo, el mayor conflicto de Jasmine es con ella misma: adicta a los ansiolíticos, con delirios ocasionales que la exponen a hablar sola en lugares públicos y privados, acosada por su pasado y los lujos de antaño, la vida de Jasmine es un auténtico calvario.

Los flashbacks son el recurso más común al modo “cine” de una película que está contada casi como una obra de teatro lineal: con una introducción, conflictos y un desenlace. Insisto, no es la originalidad del lenguaje cinematográfico lo que se destaca en esta pieza sino el personaje de Jasmine y todas las interpretaciones que, en torno a ella pueden hacerse. Jasmine no tiene una dialéctica entre máscara y esencia sino que es pura máscara. Su subjetividad ha sido construida en torno a poseer objetos tal cual como a poseer maridos. Y cuando los dos factores faltan, cuando la acumulación ya no es más posible, se desploma en una serie de muecas grotescas.

Su desplomarse es particular. Jasmine, a diferencia de su hermana – y en seguida iremos sobre ella- no se desploma y listo. Se desmorona y mientras lo hace emite comentarios metatextuales sobre su caída. Es consciente de su caída, pero al comentarla no se identifica del todo con esta. Jasmine está alienada, incluso, de su propia debacle. Le suceden las cosas a ella, pero al mismo tiempo no le suceden. Ella misma es un personaje, y al mismo tiempo la directora, de su propio teatro. Ginger es todo lo contrario. A ella, y a los otros personajes que la rodean, las cosas les pasan: las estafas, el dolor, el resentimiento que  les corre por las venas y también la violencia.

Si bien en sus últimas películas (desde Match Point a Midnight in Paris) Allen viene insinuando que los ricos, o aquellos que han estructurado su vida en poseer algo (cosas o un status), a pesar del refinamiento y la cultura a la que pudieran tener acceso, son funcionales a la alienación más descarnada, no había sugerido con tanta claridad que es fuera del mundo de las finanzas donde queda algo del disfrute. Desde ya, la mirada de Allen sobre Ginger y sus amigos, incluido su prometido, no es del todo laudatoria, pero tampoco es del todo condenatoria. De hecho, a Ginger le da la posibilidad de recuperarse y a su heroína Jasmine: no.

Jasmine es, sino el más, uno de los personajes femeninos más complejos que ha creado Allen en los últimos años. Podríamos especular con que es una continuidad, con 20 o 25 años de diferencia hacia adelante, del personaje de Match Point: Chloe Hewett Wilton, la joven esposa del psicópata Chris Wilton, interpretado por Rhys Meyers. Como aquella joven de la clase alta inglesa, Jasmine también se casó con un psicópata (la psicopatía no es solo territorio de los asesinos) y se transformó en su complemento. Porque Jasmine sabía lo que hacía su esposo, solo que su negación, y las comodidades en las que vivía, no le permitían enfrentarlo.


Jasmine intenta rehacer su vida, quiere ir hacia adelante y nosotros espectadores de este drama nos alegramos cuando eso ocurre. De alguna manera, esperamos que Jasmine, esa mujer de extraña belleza, se redima. Pero no: Jasmine insiste en la mentira, en la apariencia, en la ficción. A Jasmine de Janet no le queda nada, y a la siguiente Jasmine, excepto por una apariencia elegante, tampoco le quedaría nada de la anterior Jasmine sino fuera por el peso de lo simbólico, de la condena social que desestructura su discurso imaginario. Porque Jasmine ¿es una delincuente? ¿O es una soñadora? ¿Es una materialista o una idealista que creía que el dinero la conducía hacia un más allá?

Preguntas. Al ser no taxativo, el creador de Jasmine, el brillante Woody Allen, ha dado al cine contemporáneo una heroína inolvidable, fascinante, un modelo de mujer representativo del capitalismo financiero, y su desintegración.




No hay comentarios:

Publicar un comentario